sábado, 30 de abril de 2011

El último baile de Rukelie.


  Se retiró la capucha del batín y buscó su rostro entre el moho del espejo del vestuario. Le costó reconocerse, tan pálido, tan diferente, tan… como todos. La puerta había quedado entreabierta cuando su entrenador salió al pasillo para dejarle solo y podía escuchar el murmullo de impaciencia que iba creciendo alrededor del ring. Entrechocó sus guantes, haciendo elevarse una pequeña nube de polvo blanco. Algunos de sus incondicionales empezaron a corear su nombre. Eran muchos los que le seguían desde que un par de años atrás empezó a derrotar a un rival tras otro con aquel novedoso estilo, más propio de un bailarín que de un boxeador. Esa tarde, el 21 de Julio de 1933, esperaban una nueva victoria de su ídolo.
  Johann Trollman, sin embargo, sabía que no podía ganar esa pelea. Pero no estaba dispuesto a que le derrotaran.
Su carrera había quedado condenada a muerte sólo unos meses antes, concretamente el 5 de marzo de 1933. Ese día las paradojas de la historia hicieron que unas elecciones democráticas consolidaran en el poder al peor tirano que haya visto Europa en los últimos siglos, un Adolf Hitler que no tardó en empezar a aplicar por decreto su ideario nacionalsocialista. Y ese ideario no reservaba nada bueno para Trollman, que hasta entonces había sido un alemán más, pero que a partir de ese momento pasó a ser una lacra social simplemente por haber nacido sinti, la palabra utilizada en Centroeuropa para designar a los gitanos. No había peor ejemplo para la nueva sociedad aria con la que soñaban Hitler y sus acólitos que un joven de piel morena, pelo rizado y labios generosos apodado Rukelie (pimpollo en lengua romaní), que iba noqueando uno a uno a todos los rubios rivales que se le ponían por delante. Y además con un estilo alejado de los cánones, de golpes cortos y de mucho baile de piernas, considerado “ofensivo” e incluso “afeminado” en las páginas del “Völkischen Beobachter”, el periódico oficial del partido nazi. No lo veían así sus seguidores, cada vez más numerosos y rendidos ante un jóven de gran simpatía, todo un showman que se permitía el lujo de hablar durante los combates con los espectadores de las primeras filas. Su exotismo y su sonrisa también le valieron para atraer a una legión de mujeres a sus peleas, en las que también podía verse a un buen número de famosos.
  Era necesario acabar de cuajo con el “fenómeno Trollman” y la mejor manera de hacerlo era darle un buen escarmiento, humillarle sobre el ring para lograr sacarle de circulación. Con ese objetivo, la Asociación Alemana de Boxeo, ya por entonces poblada de nazis, le organizó un combate por el título nacional semipesado contra Adolf Witt, un gigantón que reinaba en el peso pesado. Trollman cuya categoría natural era el peso medio, partía en franca desventaja física ante un enemigo que, gracias al favor del régimen, pudo engañar a la báscula.
  El combate tuvo lugar el 9 de junio en Berlín y nada salió como habían previsto los organizadores. El gitano, mucho más móvil, dominaba claramente al ario, con sus rápidos desplazamientos y sus constantes aguijonazos. Tras seis asaltos, Witt daba claras muestras de flaqueza ante un rival mucho más fresco y entero. Los jueces, tras recibir la visita del presidente del presidente de la autoridad boxística, miembro del partido, declararon el combate nulo. Pero el público, no estaba dispuesto a aceptar un tongo de tal magnitud. Una multitud de aficionados enfurecidos se abalanzó sobre los jueces, que para evitar su linchamiento tuvieron que reconsiderar su decisión y dieron finalmente vencedor a Trollman por puntos.
  Rukelie lloró de alegría sobre el ring al saberse ganador y fueron precisamente esas lágrimas el argumento exhibido para retirarle el título sólo seis días después. “Comportamiento inapropiado” y “mal boxeo”, rezaba la carta oficial que le enviaron. Al aparato nazi no le bastó con eso, seguía decidido a acabar con la popularidad del púgil sinti y le ordenó participar semanas después en una nueva pelea. El rival sería esta vez Gustav Eder, el prototipo del boxeador-guerrero ario, un tanque de golpes demoledores que era uno de los mayores ídolos deportivos entre los camisas pardas. Y esta vez Trollman no iba a tener la menor oportunidad: además de otras muchas presiones, se le prohibió utilizar su famoso baile de piernas y moverse del centro del ring. Tenía que ganar el ario y perder el gitano. Así de simple.  
  -Es la hora- oyó que le gritaban desde el pasillo.
  Trollman se volvió a colocar la capucha sobre la cabeza, dio un par de golpes al aire y salió al oscuro túnel que conducía a la sala. Mientras se dirigía hacia la luz pensó en su amigo Erich Seeling, uno de los grandes del boxeo alemán y su preparador de los últimos años. Por ser judío no sólo le habían desposeído del título semipesado, provocando la vacante que propició su combate de mes y medio atrás contra Witt, sino que además le habían obligado a abandonar el país. Pensó también en su familia, que en Hannover empezaba a sufrir el acoso velado del nuevo régimen. Y recordó aquella frase que había escuchado a Hitler en la radio hacia pocos días. “Un judío independiente de su edad, está claro que es un ser vivo; ahora bien, no puede afirmarse que sea un ser humano, no hay base científico para ello”. No debía pensar muy diferente acerca de los gitanos.
  Cuando abandonó la oscuridad y fue bañado por la luz de la sala, la multitud que abarrotaba las filas de sillas dispuestas alrededor del ring estalló en una algarabía de gritos y cánticos. Trollman, con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, podía notar las palmadas en la espalda mientras progresaba hacia el cuadrilátero precedido por sus ayudantes. El rugido se redobló cuando el púgil gitano subió al ring y, sin dejar de mirar hacia abajo, empezó a lanzar golpes a un enemigo imaginario mientras sus pies ejecutaban la danza que le había hecho famoso. El árbitro les convocó a él y a Eder al centro de la lona, les dio un par de indicaciones y les mandó hacia sus esquinas para que se quitaran los batines y diera inicio el combate.
  Cuando Trollman se despojó de su largo botín de raso amarillo, la algarabía cesó de inmediato. Los 3000 espectadores asistían atónitos a una escena demencial. El Trollman que se plantó en el centro del ring llevaba el pelo teñido de rubio y el cuerpo completamente cubierto de harina. El silencio se apoderó de la sala y el tiempo detenido durante unos larguísimos segundos. Ni un rizo negro, ni un centímetro de piel morena. Ahí tenían al ario que estaban esperando.
  Eder miró al arbitró, el árbitro a los jueces y los jueces miraron a Georg Radamm, presidente de la federación de boxeo y alto cargo del partido nazi en Berlín. Un gesto de asentimiento de éste precedió al sonido del gong que marcó el inicio del primer asalto. Eder dio un par de pasos hacia Trollman, que esperaba en el centro de la lona con las piernas ligeramente separadas y la guardia no muy alta. El guerrero ario se sorprendió por la facilidad con que su primer golpe alcanzó el rostro del gitano, del que salió despedida una pequeña nube de harina. Y todavía más de que a continuación le entrara el segundo. Y el tercero. Y así todos y cada uno de los que lanzaría en los cinco asaltos que duró la pelea, cinco asaltos que Trollman se pasó sin intentar un solo puñetazo y aguantando el equilibrio como pudo. Le ganarían, sí, pero no lograría derrotarle. Eso decía la mirada orgullosa del boxeador gitano antes de doblar las rodillas y caer de bruces sobre la lona con el cuerpo cubierto de harina y bañado en sangre.


Nota del autor; Johann Trollman murió el 9 de febrero de 1943 en el campo de concentración de Nueungamme, cerca de Hamburgo, donde había sido confinado. El motivo de su muerte fueron los bastonazos que le propinó un guardián al que había derrotado ese mismo día en un combate de boxeo, en el que fue obligado a participar. El año 2003 la federación alemana entregó a sus familiares el cinturón que le acredita como campeón semipesado en 1933, corrigiendo la injusticia que se había cometido 70 años antes. En el Viktoria Park del barrio berlinés de Kreuzberg puede encontrarse un monumento en su honor, un ring de cemento inclinado hacia una de sus esquinas que simbolia “el abismo al que hicieron caer a Trollman”, según su autor Alekos Hofstetter.  


José Ignacio Huguet (Mundo Deportivo)

viernes, 29 de abril de 2011

José Mourinho, Florentino Pérez... e Inda

Ajenos a la polémica sobre si es tarjeta roja o no a Pepe, los aficionados que de verdad aman al Real Madrid, creo que ahora mismo, deben estar avergonzados, no de su equipo, que en parte sí, sino de su entrenador, de su gran entrenador. Quizás llegue tarde a hacer esta crítica porque lo habrán escuchado ya absolutamente todo sobre los comentarios de Mou, sobre el juego ayer del Real Madrid, sobre… yo que sé, sobre todo supongo. Estaréis colmados ya de tan amplios resúmenes en la televisión del gran clásico de rugby de ayer. Ay, perdón, de fútbol. Aunque bueno, más vale decir de rugby que de balompié, porque el partido que planteó ayer el señor José Mourinho es de aupa. Un club como el Real Madrid no debe, o mejor no puede jugar así. Porque ayer no parecía el Real Madrid, parecía un club entrenado por el mismísimo Javier Clemente, pelotazo y “p’arriba”. El club blanco salió a amarrar el 0-0, como si en tu casa fuese bueno un empate “gafas”. Vale, puedes aguantar, jugártelo todo a la vuelta, que si… PERO NO PUEDES CONVERTIR AQUELLO EN UNA BATALLA CAMPAL, por el amor de Dios, que parecían toros no personas. Y todo se debe al jefe, al portugués. Es imposible que un tío tan noble como Álvaro Arbeloa, se haya convertido ahora en tres partidos en el mismísimo Jack “el destripador”. Y da la casualidad que al final, en las entrevistas personales, todos, dijesen lo mismo que Mourinho.

Y ojo, a Schuster lo echaron por decir “En el Camp nou, hoy, es imposible ganar”. A Pellegrini, por no ganar la Champions y a Mou… él es intocable. Es Dios. Ya sé que al alemán no lo destituyó Florentino Pérez, pero, a Pellegrini si, y lo echó por la presión, más que del Bernabéu, de un diario deportivo, dirigido por un madridista cerrado, que se piensa el presidente del club y que parece mandar más él, que Florentino. Creo que sabrán ya de quien se trata, y por si no lo saben, empieza por “I” y termina “nda”.

Volviendo al partido, lo que dijo José Mourinho sobre Josep Guardiola es realmente de personas crueles que lo único que buscan es hacer el daño ajeno. Decir que le daría vergüenza ganar la Copa de Europa ganada por el técnico del Barcelona, es de cómo ya he dicho personas malévolas. ¿Y qué pasa, las suyas no son “sucias”? Sólo le recuerdo el robo del Oporto al Depor, de tu primera copa, y el robo del Inter al Barça en la segunda, apúnteselo, que de Stamford Bridge bien que te acuerdas, pero de lo que no te interesa no. Por cierto, que en el golazo de Iniesta, el técnico del Chelsea era Guus Hiddink y no usted, que ya le habían dado largas en Londres, ¿lo recuerda?.


Así que, si el Real Madrid, sigue siendo un club señor, de los grandes, debería Florentino Pérez, echar a Mourinho y dejarse de tanto gasto en jugadores que no aportan y traer por menos precio a canteranos que se fueron, como Mata, Jurado, Negredo o Borja Valero entre otros…